sábado, 31 de enero de 2009

Alejandro Dumas padre
describe el viaje de llegada
hasta Granada en el libro
''De Paris a Cádiz''


Alejandro Dumas padre (1846):

Cuando nos asomamos para mirar por las ventanas de la diligencia
el color especial de los campos, las llanuras van pasando del tono
del ópalo al de un lila violento de aspecto más suave y armonioso.
Es que nos encontramos en el país del azafrán. Esos lagos color
de rosa son en realidad lagos de flores; y esos lagos de flores
constituyen la riqueza de la estepa sirviendo al mismo
tiempo para su ornato y decoración.


Granada, 25 de noviembre de 1846

Sin embargo, u
na cosa nos inquietaba; habíamos sabido, al subir al carruaje, que una diligencia que se dirigía a Sevilla iba delante de nosotros. Como nosotros, los que iban en esta diligencia, debían cenar en Valdepeñas, y no es seguramente en España en donde más puede aplicarse este proverbio pitagórico: donde come uno, comen dos.

No era esto en vano rumor; precedíamos, en efecto, una diligencia atestada de viajeros. Así que, cuando llegamos al parador, encontramos las mesas guarnecidas, sino de manjares, por lo menos de convidados.

Nos repartimos al punto en el parador, lo cual hizo fruncir las cejas a los doce viajeros. Debíamos explorar todo el establecimiento. Después de la exploración el punto general de reunión era el comedor.

Diez minutos después, estábamos todos juntos excepto Alejandro y Desbarolles.

Había yo descubierto la cocina, y estaba de inteligencia con el jefe. Giraud había descubierto la moza y allá se las compuso con ella para el arreglo de las camas. Boulanger había descubierto castañas y llenado los bolsillos. Maquet había descubierto el correo, y sabido que no había en Valdepeñas más cartas para él, que en Madrid y en Toledo.

Alejandro y Desbarolles llegaron. Abriendo las puertas casualmente, habían descubierto otras cosas no menos encantadoras que las que nosotros habíamos descubierto. No os diré, señora, lo que Alejandro y Desbarolles descubrieron; básteos saber solamente que los dos imprudentes se hubieran transformado en ciervos como Actéon... si no hubiera pasado el tiempo de las metamorfosis.

Restábamos que descubrir un sitio en la mesa. Los primeros que habían llegado, contentos con vernos reunidos, y asegurados por esta reunión de los descubrimientos que podíamos hacer, se apresuraron a estrecharse y a ofrecernos el sitio que deseábamos.

Principió la cena.

No hay que decir que habíamos pedido Valdepeñas. El primero que probó el licor que se nos sirvió, le escupió inmediatamente, bajo la mesa.


Grabado de la batalla de la calle Ancha de Valdepeñas
por el pueblo contra las tropas francesas
el 6 de Junio de 1808, al que se derrotó.

-¿Qué es eso? preguntó a Desbarolles.

Preciso es deciros, señora, que Desbarolles nos había estado volviendo la cabeza hacía quince días, pintándonos las delicias que reservaba a nuestra sensualidad la provincia que atravesábamos.

Desbarolles hizo una señal de cabeza y llamó al moso. El moso acudió:

-¿No tenéis mejor vino que este? le pregunté.

-Si le quiere usted.


-Venga.

El moso desapareció, y cinco minutos después volvió a entrar con dos botellas en la mano.

-¿Es este el mejor? preguntó Desbarolles.

-Si, señor.


Gustamos esta segunda edición. Era revisada, corregida y aumentada, esto es, peor aún que la primera.

Comenzamos a llover imprecaciones sobre Desbarolles y Giraud, que nos habían prometido néctar, mientras que no nos daban ni aún heces. -Ea, dijo Giraud levantándose, no andemos con bromas; nosotros hemos prometido a la sociedad vino de Valdepeñas...

¿Adónde está? vamos a buscarle.

-Vamos, dijo Desbarolles levantándose a su vez y tomando su carabina.

Salieron los dos. Diez minutos después volvieron, trayendo cada uno por un asa una enorme olla que contenía de unas dos y media a tres azumbres de un vino negro y espeso que se derramó inmediatamente en nuestros vasos.

Probamos este, que era el legítimo Valdepeñas, con su áspero y excitante sabor.

Giraud y Desbarolles habían ido a buscarlo a la taberna. No doy por vos estos pormenores, señora; vos, os contentáis, como todos sabemos, con humedecer vuestros labios en un vaso de agua, por cuyo medio os refrescáis y aplacáis vuestra sed. Pero las cartas que tengo el honor de escribiros están destinadas a tener cierta publicidad, y es bueno que las personas menos inmateriales que vos
sepan, señora, donde se halla ese famoso Valdepeñas desconocido en las posadas.

Este vino espeso y áspero que, para los verdaderos bebedores, tiene la ventaja de no apagar la sed, excitó en nosotros fácilmente el deseo de [116] encontrar las mejores camas posibles, a fin de confiarlas por espacio de cuatro o cinco horas nuestras personas estrujadas y doloridas por los bruscos vaivenes de la diligencia.
Esto entraba en la especialidad de Giraud, que había descubierto la camarera.

Esta camarera era una muchacha de catorce años, tan alta como lo es en Francia una niña de diez. Llevaba trenzados con tan negligente elegancia sus inmensos
cabellos negros, lanzaban sus ojos castaños un fuego tan sabiamente combinado con el de los interlocutores, que a la primera mirada llamaba la atención.

En efecto, esta joven nos obligó a mirarla con más curiosidad que hubiera podido hacerlo una mujer hermosa o fea. Acento, sonrisa, postura, todo en ella estaba diciendo: ¿soy mujer?, admiradme o amadme; pero sobre todo, miradme. Esta singular criaturilla, a quien nos contentamos con mirar; nos indicó nuestros cuartos preguntándonos si se nos ofrecía algo. Entonces cada uno abrió su necessaire, pidió agua fría o caliente, y principió su toillette nocturna. Ya fuese por inocencia, ya por decoro nada inquietó a nuestra muchacha. Continuó en sus quehaceres, cruzándose entre nosotros como una culebra, comprendiendo y ejecutando nuestros menores deseos, ya verbales, ya mímicos, con una agilidad, una exactitud y una inteligencia prodigiosa.


Persuadidos de que no la veríamos el día siguiente, la dimos dos monedas y la despedimos.

A medianoche, como habíamos previsto, nos despertó el mozo. Entonces conocimos que esta es una táctica familiar a todos los mozos del mediodía de España; pero no hicimos ningún caso de la llamada, nos contentamos con responder a la manera de los mozos de las fondas:

-Está bien. Allá vamos.

Ya se deja conocer que a imitación también de los mozos de fondas, no fuimos.

Sabíamos que el coche era nuestro como Luis XIV sabía que el Estado era de él.

A las tres nos fue a despertar el mayoral en persona. Detrás del mayoral marchaba nuestra pequeña sirviente.

-¡Oh! señores, dijo ella, con el tono más lastimero que pudo, la patrona me ha visto recibir las monedas que ustedes me han dado, me las ha cogido y me he quedado sin ninguna.

Y todo esto lo dijo, con las manos suplicantes, los ojos humedecidos, y los cabellos tendidos sobre sus espaldas morenas.

No creímos una palabra de la historia, y sin embargo, la dimos la moneda que pedía.

¡Pobrecilla! ¡Así por una moneda prodigas tantas sonrisas, adorables miradas y roces con tus manecitas, tendrás muchas monedas, o más bien no perderás, antes de tiempo, tus amables sonrisas y tus miradas húmedas y magnéticas! Partimos, pasadas dos horas, el día nació y naciendo nos envió, con su primer soplo, las más dulces emanaciones que hubiéramos respirado aún.

Todo esto pasaba en Sierra Morena, en la cual íbamos a entrar. Era un compuesto de aromas que arrojan a la brisa las adelfas, las madroñeras de frutos de púrpura y los arbustos resinosos, que hay en esa magnífica cadena de montañas.

El límite de Andalucía esta marcado por una columna, llamada la piedra de la Santa Verónica, probablemente porque sobre esta piedra está grabada la cara de Cristo.

En un encuentro entre los carlistas y los cristinos, fue acribillada de balazos la columna, y milagrosamente ninguna de estas balas tocó la cara de Nuestro Señor.

Echamos pie a tierra en Despeñaperros. Nada más suave y más desolado al mismo tiempo, señora, que el camino, que seguíamos.

El antiguo paso de Despeñaperros

Por todas partes, como os he dicho, se veían mirtos, lentiscos, madroñeras, esto es, flores, frutos, perfumes. Después, enmedio de este inmenso oasis, de vez en cuando, una pobre casa abandonada desde las guerras de 1809 y que ve pasar a los viajeros con sus ventanas sin marcos, como vería un muerto con órbitas sin pupilas. Entonces se aproxima uno con curiosidad a este esqueleto vacío y silencioso, y se reconoce que a falta del hombre se ha hecho propiedad de las palomas torcaces y zorros, huéspedes incompatibles al parecer, pero que se acomodan perfectamente ya en el sótano, ya en los paredones.

No podré deciros, señora, cuanto tiempo tardamos en atravesar esta admirable cadena de montañas, tan temida en otra época a causa de los ladrones. Lo que únicamente os diré es que llegamos con un excelente apetito a la Carolina, pequeña villa poblada por Carlos III, en la cual debíamos encontrar, según nos aseguraba nuestra Guía de España, el lenguaje, las costumbres y el rígido aseo de Alemania, de donde había traído Carlos III los primeros colonos.

Nosotros no encontramos más que casas de puerta tan baja que al trasponer el umbral de la que se nos señaló como posada, por poco se mata Maquet.

Desgraciadamente, detrás de estas puertas fatales, no hallamos más que algunas jícaras de chocolate que se nos hizo pagar seis veces más de su valor.


La Capitulacion de Bailén, oleo de Casado de Alisal,
que recoge la derrota del ejército francés, paz firmada
entre los Generales español Castaños y francés Dupont
en Las Capitulaciones de Andujar(Jaén) el 22 de Julio de 1808

Después de la Carolina, pasamos por Bailén, ciudad importante y tristemente célebre por la capitulación del general Dupont. Allí se rindieron 17.000 franceses a 40.000 españoles. Dejaremos a los historiadores la resolución de este problema de vergüenza, primer ataque dado a la virginidad de la gloria napoleónica.

Os diré también, señora, que con una exquisita delicadeza, no me acuerdo ya que periódico español ha abierto en sus columnas una suscripción, durante la permanencia de los príncipes franceses en Madrid, para erigir un monumento al vencedor de Bailén.

De este modo, como el vencedor de Bailén, tiene ya el gran cordón de la Legión de Honor, se ve a la par honrado por los españoles y por los franceses.

Por la tarde, a los rayos del sol poniente, nos acercamos a Jaén, antigua capital del reino del mismo nombre. Aproximándonos más, encontramos por primera vez el Guadalquivir; Oued-el-Kebir; es decir el gran río. Los moros admirados de ver tanta agua a la vez, saludaron al río, con esa exclamación, de la cual, sus sucesores han formado el nombre Guadalquivir.

La ciudad de Jaén, dominada por su catedral.

Jaén es una inmensa montaña, de color leonado. El sol devorándola, la ha dado ese color de hollín claro, sobre el cual antiguas murallas árabes destacan sus caprichosos dibujos. La ciudad africana, construida en lo alto, ha descendido poco a poco hasta la llanura. Las calles principian en el primer estribo y van subiendo desde el momento en que se pasa la puerta de Bailén.

Hicimos alto en una posada, en donde no debíamos salir hasta media noche. Mis compañeros se aprovecharon de este intermedio para trepar a lo más elevado de la montaña, en cuanto a mí, permanecí en la posada; tenía que ocuparme en otra cosa mejor, en escribiros.

Volvieron con ese entusiasmo excesivo de los que quieren inspirar a los otros el sentimiento de no haber visto lo que ellos. Vieron, pues, a la luz de los últimos rayos del sol, el magnífico paisaje que acabábamos de recorrer y, alumbrados con antorchas, la gigantesca catedral que parece querer luchar en masa y elevación con la montaña que tiene a sus espaldas.

Esta catedral posee, entre sus tesoros; los canónigos y al menos lo han asegurado así a nuestros compañeros, señora, el lienzo auténtico sobre el cual la Santa Verónica recogió, con el sudor de su pasión, la imagen del rostro de Jesucristo.

A medianoche partimos. Parece que la hora de los ladrones varía, según las Españas. Vos lo recordaréis, señora; en la Mancha salían de medianoche a las tres de la madrugada; en Andalucía duermen desde la tres a la medianoche.

Por lo demás, se nos dijo que los había feroces entre Granada y Córdoba. No se sabía decirnos el punto fijo en que los encontraríamos, pero cuando nos aproximemos a él lo sabremos.

En cuanto a ellos, he prometido que ninguna consideración nos detendría para robarlos.

Partimos a medianoche, sin tener necesidad esta vez de que nos despertase un mozo de pantalón amarillo ni una vivaracha camarera, porque no nos acostamos. El mayoral nos ofreció llegar a Granada el día siguiente a las siete de la mañana.

El día siguiente, al abrir los ojos preguntamos por esa Granada tan prometida, no se la distinguía aún, pero veíamos dibujarse en el horizonte los pintorescos dentellones de Sierra-Nevada, a cuya espalda está Granada.

La nieve que cubría estos dentellones, estaba tenida de un admirable color de rosa.


Avanzábamos más y más por el seno de una vegetación africana, dejando a los dos lados del camino gigantescos aloes y monstruosos caelas. Al lejos, y de cuando en cuando, un palmero de penachos inmóviles, parecía brotar en medio de la llanura, como un hijo de otra tierra olvidada por los antiguos conquistadores de Andalucía.

Grabado de la Alhambra de Granada y su alameda.

En fin, Granada apareció. Al contrario de las demás ciudades de España, Granada envía algunas de sus casas delante de los viajeros. Una legua antes de llegar a la ciudad reina, se encuentran en el camino, como pajes y damas de honor que preceden a su señor, una infinidad de edificios que parecen tomar la llanura misma por jardines; en fin, estas casas se unen, se estrechan, forman una masa compacta, se franquea un cinturón de murallas y se entra en Granada.

Con el bonito nombre de Granada, señora, habéis construido ya en vuestra imaginación una ciudad de la edad media, medio gótica, medio morisca. Ella lanza sus minaretes hasta el cielo; ella abre sus puertas en ojivos orientales, y sus rejas treboladas en calles sombreadas por pabellones de brocado. ¡Ay! señora; dad un soplo a ese encantador castillo, y contentaos con la pura y sencilla realidad; la pura y simple verdad es ya bastante bella.

Granada es una ciudad de casas bastante bajas, de calles estrechas y tortuosas; sus ventanas cuadradas y casi siempre sin adornos, están cerradas por balcones de hierro de barras entrecruzadas de tal modo a veces, que costaría trabajo pasar el brazo a través de sus huecos.

Bajo estos balcones suspiran por la noche los enamorados granadinos.

De lo alto de estos balcones oyen las serenatas las bellas andaluzas; porque, no hay que engañarse, nosotros nos hallamos en el corazón de Andalucía, la patria de los Almaviva y de las Rosita, donde todo permanece aún como en tiempos de Fígaro y de Suzzane.

Giraud y Desbarolles han cargado con la responsabilidad de nuestro hospedaje. Ni uno ni otro creía volver a Granada, así es que han salúdalo a cada casa con gritos de alegría. El hecho es, señora, que principio a creer que hay una felicidad mayor que la de ver a Granada, la de volverla a ver.

En consecuencia Giraud y Desbarolles nos condujeron a casa de su antiguo huésped, el señor Pepino. Ellos son quienes le han bautizado así.

No me preguntéis el por qué, señora; lo ignoro. Este excelente hombre vive en la calle del Silencio. Con compañeros tan alborotadores como nosotros, la calle del Silencio corre mucho peligro de cambiar de nombre.

El señor Pepino tiene una casa de pupillos, la cual corresponde a ciertos hoteles de los alrededores de la Sorbona, en los cuales se da de comer y dormir a nuestros estudiantes. Ignoro aún lo que eran los pupillos del señor Pepino. Si lo averiguo algún día, señora, tendré el honor de participároslo.

Así que entramos en la casa, pedimos baños. El señor Pepino nos mir� con sorpresa, repitiendo: ¡baños! ¡baños! como un hombre que no entiende lo que se le quiere decir.

Hemos llevado más lejos la indiscreción. Hemos procedido, en consecuencia, a la instalación, no pudiendo proceder a otra cosa. El señor Pepino ha hecho salir a tres o cuatro pupillos y nos ha cedido sus cuartos. Resulta de esta evolución, que tengo para mí solo un bonito gabinete desde el cual os escribo. Nuestros compañeros, según he oído decir, están también poco más o menos.

Debo deciros señora, que nuestra llegada era conocida. Mr. Monier, creo, que había escrito con anticipación. Resulta de aquí que una hora después de mi llegada, y cuando me preparaba a escribir, he recibido una comisión de los redactores del Capricho, que me han obsequiado con versos impresos con oro en papel de color. Yo he tomado una simple cuartilla de papel blanco, a falta de otro, y he contestado a su galantería con los diez versos siguientes, que habrían tenido al menos a sus ojos el mérito de la improvisación, ya que no otro. A los Sres. redactores del Capricho:

À MESSIEURS LES RÉDACTEURS DU CAPRICE

Pourquoi quand le Seigneur eut d’amour et de miel
Fait Grenade, la soeur des deux fières Castilles,
A-t-il voulu semer sous ses noires mantilles
La moitié des rayons qu’il gardait pour son ciel ?
Pourquoi, donnant jadis la douce sérénade
Aux anciens troubadours chantant les anciens preux,
Donne-t-il aujourd’hui les poètes heureux
Qui parfument encor les jardins de Grenade ?
C’est que Dieu n’a créé Grenade et l’Alhambra
Que pour le jour où Dieu du ciel se lassera.

Preciso es deciros, señora, que he visto aún poco de Granada y nada de la Alhambra. Pero hablo con confianza, seguro, como estoy anticipadamente, de encontrar maravillosa todo esto.

Con nuestros poetas se hallaba el señor conde de Ahumeda, que me parece un buen hidalgo; y estoy convencido de que es uno de esos hombres a quien hubiera sentido no ver más que de paso.

Después de nuestros poetas y del señor conde de Ahumeda se ha presentado uno de nuestros compañeros, tan españolizado que yo le he creído un español; es un viajero entusiasta que, pasando por Granada con un daguerrotipo, se ha detenido en ella.

Ya hace dos años que habita en Granada y no puede decidirse a dejarla.

Circe detenía por la fuerza de sus encantos; Granada por el solo encanto de su sonrisa.

Conturier se llama nuestro compatriota, señora, y se nos ha ofrecido como cicerone. Hemos aceptado, y el primer servicio que le exijo es que me acompañe al correo, donde, en cinco minutos, habrá echado esta carta, a la que encargo os haga presentes mis afectos.

Enseguida, señora, visitaremos el Generalife y la Alhambra...

Bruno Alcaraz Masáts