miércoles, 20 de febrero de 2013

Estancia del viajero peruano Pedro Paz Soldán y Unaune, conocido por Juan de Arona,
en la Granada de 1859.

El viajero ilustrado Pedro Paz Soldán y Unaune, natural de Lima (Perú)
poeta. literato, escritor y fundador de la lexicografía peruana.
Pedro Paz Soldán y Unaune (Lima, 29 de mayo de 1839 - Lima, 5 de enero de 1895), poeta, literato y periodista peruano, verdadero fundador de la lexicografía peruana con su Diccionario de peruanismos (1883-84) y miembro de la primera Academia Peruana de la Lengua correspondiente de la española, fundada en 1887, utilizó como seudónimo el de Juan de Arona, que originariamente fue el nombre de la hacienda que heredó de su abuelo materno Hipólito Unanue, una hacienda azucarera que recibió ese nombre en alusión a la localidad española de Arona, que es un municipio de las Islas Canarias.

Ocupó varios años de su intensa vida en la práctica del viaje ilustrado. Alternó en el extranjero los estudios y las lecturas, el buen vivir, también el ágil comentario sobre las cosas vistas y en buena parte de ellos, las tareas diplomáticas.

Aprovechó ampliamente el tiempo transcurrido en tierras extrañas a elaborar pacientemente o a culminar trabajos fundamentales, aparte de su obra de creación poética que no descuidó desde los años mozos de poeta eglógico hasta los años maduros de poeta satírico y violento.

En la biblioteca de su abuelo, Hipólito Unanue, auténtico médico humanista, nutrió en los años juveniles su curiosidad y vocación por las letras. En la heredad paterna (la hacienda Arona en el valle de Cañete, provincia de Lima), en la cual transcurrieron infancia y adolescencia, alterna la lectura de los clásicos con los encantos de la vida del campo y la observación de las costumbres y léxico de los labriegos y moradores sencillos y rústicos.

Esta vinculación con la tierra determina el uso (perdido ya el patrimonio paterno y asomada la pobreza y estrechez económica en su vida) del seudónimo «Juan sin tierra» que alterna con el de Juan de Arona, y asimismo constituye el germen de su afición horaciana y virgiliana, manifiesta en una serie de versiones del latín.


Traspuesta la adolescencia se abre para Juan de Arona la etapa de los viajes, primero a lo largo de la costa peruana hasta Iquique (1851) y luego a Chile y poco después a Colombia. En Santiago permanece un año siguiendo estudios superiores; luego los completa en Lima en el Convictorio de San Carlos.

Sin terminar aquellos estudios, su aliento romántico le impulsa a realizar un viaje por Europa y Oriente. Entre 1859 y 1863 realiza una extensa gira por Inglaterra, Francia, España y otros países del Viejo Mundo.

Dos años permanece en París estudiando filología e historia natural en La Sorbona y El Colegio de Francia. Perfecciona allí sus  conocimientos del griego y el latín y otras lenguas modernas.

En 1861 pasa a Alemania y Austria, y luego a Hungría e Italia, en donde se detiene varios meses, estudiando a los clásicos latinos. Yendo desde el norte de África recorre Egipto, Palestina y Turquía y por Italia y Francia, vistos de nuevo, con la agudeza que registran sus impresiones de viajero impenitente, retorna a América en 1863.

Desde esa fecha se entrega a labores múltiples y a escribir poesías, traducciones y papeletas de lingüista. Perdida la heredad paterna, ingresa al Ministerio de Relaciones Exteriores en 1872.

Las Memorias de un viajero peruano, de Juan de Arona, recogen impresiones muy completas y organizadas. En su estadía en París, cuando Arona apenas ha cumplido 20 años, en el verano (junio) de 1859, se aloja por pocos días en el Hotel Moscú en la Cité Bergére y sigue viaje a España por 5 meses, en la espera de la apertura de cursos.

Al regreso a Francia, se instala nuevamente en París en diciembre de 1859, para residir continuadamente, hasta agosto de 1861, en el «Quartier Latin», donde ocupa sucesivamente alojamiento en un hotel de la rue Poissoniére  en casa de un aragonés, de la rue Eugbien 28.


  Descripción de sus 12 días de estancia en la Granada de 1859


El 18 de octubre de 1859, a las seis de la mañana daba mi adiós a Madrid y partía para Granada, adonde llegué el 20 entre once y doce de la noche después de un viaje muy pesado. Hasta Tembleque, que son quince leguas de Madrid, nuestra diligencia fue montada en un carro del ferrocarril.

Allí la apearon, y las tardías mulas sucedieron a la veloz locomotora, mientras el tren continuaba su viaje a Alicante. Se encuentran muchos pueblos, de los que el más notable, por sus recuerdos históricos solamente, es Bailén.

Salimos de Tembleque a las once del día, y entre siete y ocho de la noche, cuando aún no nos habíamos apartado dos pasos de un pueblo de la Mancha, que se llama Manzanares, se rompió una rueda del coche y casi volcamos.

Nos consolamos viendo que nos sucedía este percance en un pueblo, y no de los peores, y no en un despoblado, lo que habría sido muy crítico, porque la noche era oscurísima, llovía, el camino estaba lleno de lodo y nuestros estómagos vacíos.

A la madrugada del día siguiente tomamos chocolate en Bailén; pasamos por Jaén y otros muchos pueblos, y llegamos a Granada a la hora que llevo dicho.

Calle Mesones a comienzos del Siglo XX
Esta ciudad es deliciosísima por su situación y paseos. La ciudad en sí misma es un tanto fea, y hasta dos tantos no muy aseada, con un no sé qué de lóbrego. Sus calles son muy angostas, y algunas en tal extremo, que casi pudieran ir dos amigos de bracero, uno por cada acera.

Cuando pasa por ellas un coche particular, parece visto a la distancia un helado compacto o una gelatina que se va desprendiendo del molde suavemente.

Fotografía del Corral del Carbón hacia el año 1892
Los encantos del Generalife y la Alhambra, y otras bellezas pintorescas de Granada, junto con las exquisitas atenciones de la culta familia a quien fui recomendado, me detuvieron sin embargo por varios días.

Bajo mis ventanas en la fonda de Minerva, corría el Darro, pobre en aguas, rico en barro, al menos en esos días otoñales que eran los últimos de octubre. Cada vez que me asomaba a ellas, y aún hallándome a mucha altura sobre el suelo, una multitud de mendigos, plaga abundante y enojosa de toda España, comenzaba a gritarme desde la calle: «¡Señorito!» Bajaba la vista sorprendido, y tenía que tirarles alguna moneda o que retirarme de ellos.

Fotografía de principios del siglo XX del río Darro
Llevan como instrumento de apoyo o báculo, aunque yo creo que es por lo que 'potest contingere', un largo y grueso garrote en la mano.

Los andaluces, viejos, jóvenes y niños, aristócratas y plebeyos, andan todos siempre con capa. Muchas de los plebeyos podrán ser muy honrados; pero embozados en estas capas, con vueltas rojas de grana generalmente, parecen todos unos bandidos.

El caballero a quien iba yo recomendado, don Joaquín Fernández de Prada y Praga, vivía en la calle de Mano de Hierro, número 12.

Hallándose ausente de la ciudad, sus hermanas le hicieron venir del campo adonde estaba, y desde el día siguiente a su llegada se constituyó en mi perpetuo Cicerone.

Todas las mañanas venía a la fonda en su cupé, y me llevaba a visitar las varias curiosidades de Granada.

De noche volvía y pasábamos al teatro, al palco de otra hermana suya, casada, y con dos niñas muy lindas y un varón, que como una de las hermanas solteras, había nacido en Lima.

Mientras estuve en Granada, no viví sino en el Perú, porque la conversación constante era Lima, la hacienda de Larán (valle de Chincha) y finalmente, o más bien dicho y principalmente, su administrador el simpático caballero don Antonio Fernández Prada, que veinte años después debía perecer bárbaramente asesinado por sus propios negros en los horrores de diciembre del año 79. Todos los Pradas de Granada estaban muy enterados de nuestras costumbres y modo de hablar.

Palacio del Cuzco, residencia de verano del arzobispo de Granada, nacido en Arequipa (Perú)
y situado a una legua de Granada, en el pueblo de Viznar.
Vi cuanto había que ver en esa ciudad y sus cercanías, hasta un palacio arzobispal, que como la mayor parte de los llamados palacios de Europa, no era más que una de nuestras casas grandes. Estaba situado en un pueblecillo (Viznar) a una legua de Granada, y si algo tuvo para mí de interesante, fue el ser obra y mansión de un arequipeño, Obispo de Arequipa, después del Cuzco, y posteriormente de Granada, de apellidos Moscoso y Peralta.

Portada del patio del Palacio del Cuzco de Viznar (Granada)


Está pintado el bajo con frescos relacionados con Don Quijote.


El 31 de octubre de 1859, a la una del día, salí de Granada, acompañándome hasta el coche don Joaquín, un sobrino suyo, Pepe Vasco, y un señor Deiste o Beiste gran amigo de la casa y a quien debí muchas atenciones.

Como el camino recto de Granada a Sevilla es casi intransitable, tomé pasaje hasta Bailén en la diligencia que parte para Madrid, y llegué a la histórica ciudad a las cuatro de la mañana.

Como el camino recto de Granada a Sevilla es casi intransitable, tomé pasaje hasta Bailén en la diligencia que parte para Madrid, y llegué a la histórica ciudad a las cuatro de la mañana. Esperé una de las diligencias de Madrid, y a la una de ese mismo día 19 de noviembre, volví a ponerme en marcha llegando a Córdoba a las cuatro de la madrugada también. Me acosté, a las seis me levanté: tomé asiento en el tren, y a las once del día llegué a la ciudad del Betis, yendo a hospedarme al Hotel de Madrid, en la calle del Naranjo.

Sevilla es infinitamente superior a Granada, por ser una verdadera ciudad. Sus calles que me habían ponderado de muy angostas, lo son menos que las de Valencia y Granada, y tiene muchas tan anchas como las de Lima.

Son limpias y bien empedradas, y las aceras, aunque no sean muy anchas, llenan su objeto y no parecen meros rebordes o ribetes de los edificios como en Granada. Las paredes y frontis están muy bien blanqueados, y las casas dispuestas como las de Lima, con puerta de calle grande y de dos hojas, y zaguán y patio, aunque mucho más pequeños que los de por acá.

Bruno Alcaraz Masáts.