sábado, 8 de febrero de 2014

El Aljibe de San Miguel Bajo

Iglesia de San Miguel, con las dos portadas de entrada,
el campanario como eje central
y, a la izquierda, el aljibe de San Miguel bajo.

Los Reyes Católicos obtuvieron del Papa Inocencio VIII, el derecho de patronato sobre las iglesias que edificasen en tierras ganadas a los musulmanes y así se instituyeron las iglesias parroquiales de Granada, donde la mayoría de la iglesias parroquiales de barrios de El Albayzín y El Realejo se fundarían en virtud de esa Bula del Papa Inocencio VIII, fechada en Roma el 15 de Octubre de 1501.

Estando entre ellas la Iglesia de San Miguel, situada en la Plaza de San Miguel bajo, junto al Monasterio de Santa Isabel la Real o Dar-al-Horra, el antiguo palacio de los sultanes ziries, ésta se erigió sobre una antigua mezquita, cuyo nombre se desconoce, que tenía un aljibe que se conserva anejo a la iglesia y que pertenecía a la mezquita demolida.

Fotografía de 1949 de la Plaza de San Miguel bajo.
Asistida en sus principios por los Hermanos Trinitarios y tendría una importancia e influencia relevantes en el barrio del Albaicín, al ser ésta la zona más poblada, dada la proximidad de la antigua Audiencia.

Fue edificada en el solar que hasta entonces ocupaba una mezquita y su construcción se ejecutó en dos fases, identificables por las distintas soluciones con las que cierra su cubierta aunque sin perder su unidad espacial.

Grabado de la plaza de san Miguel bajo, de Juan B. Olalla Rodriguez.
La primera, entre los años 1528-1539, en pleno auge del renacimiento, comprendería la capilla mayor y los dos primeros tramos, siendo realizada por el maestro mayor Antonio Fernández y el maestro carpintero Gil Martín.

La segunda parte, la de los pies, se ejecutaría entre los años 1551 a 1556, siendo sus artífices el maestro albañil Alonso de Villanueva y al maestro carpintero Gabriel Martínez.

La portada, un diseño atribuido a Diego de Siloe, sería tallada por los canteros Juan de Alcántara y Pedro de Asteasu.

Plaza de San Miguel, donde los niños cambiaban tebeos de Hazañas Bélicas
y del Capitán Trueno y las niñas, al fondo, jugando junto al aljibe
Fotografía de M. Cascales hacia 1955.
La iglesia de San Miguel quedó recogida en documentos sobre el estudio y desarrollo de la nueva Granada cristiana que surgió a partir de 1492, donde figura en dos de ellos:

Gozo al Arcángel San Miguel, que se imprimió a dos cuartos y
que se vendía a toda España desde la Librería de la Viuda e Hijos
de R. Mariana y Mompié, esquina a la Lonja, 2, antes 6.
  • Civitates Orbis Terrarum fue un proyecto editorial concebido como un complemento al atlas del mundo de Abraham Ortelius, Theatrum Orbis Terrarum (1570)
Civitates Orbis Terrarum

1 – San Cristóbal 
2 – San Andrés 
3 – Los Theatinos
19 – Iglesia Mayor

  •  Historia eclesiastica, principios y progressos de la ciudad, y religion catolica de Granada, Granada, 1637.
Historia eclesiástica

San Miguel III 5: Parroquia 15

  • La Plataforma de Vico, también denominada Plataforma de Granada, es un plano de Granada trazado y dibujado por Ambrosio de Vico en la última década del siglo XVI y grabado por Francisco Heylan hacia 1613 y por Félix Prieto en 1795. Documento éste donde se enumeran muchas más Partidas: 242 en total.
Plataforma de Vico 

G – Iglesia de San Miguel

Portada del aljibe de arco de herradura del aljibe de
San Miguel Bajo, situada en el lateral Oeste.
Junto a la portada lateral, en su fachada Oeste, abierta en el muro del Evangelio realizada por Pedro Asteasu, se encuentra uno de los 26 aljibes del Albayzín andalusí y 1 en el antiguo barrio judío de El Realejo y 1 entre la Capilla Real y la Lonja. 

Con obra del siglo XIII, el aljibe de san Miguel bajo posee portada de arco de herradura muy apuntado sobre fustes de columnas romanas, perteneciente a una antigua mezquita de nombre desconocido.

Postal en color de una perspectiva de la plaza donde se ve, en primer plano,
al Cristo de las Azucenas, conocido como el Cristo de las Grapas,
y la fachada Oeste de la iglesia de San Miguel.
Postal fechada en 1950.
El aljibe (del árabe hispano algúbb, y éste del árabe clásico gubb), es un depósito destinado a guardar agua potable, procedente una acequia de las acogidas, habitualmente, que se conduce mediante canalizaciones o de la lluvia recogida de los tejados de las casas y que normalmente es subterráneo, total o parcialmente, y que no  debe ser confundido con tinaja: depósito destinado a transportar líquidos.

Suelen estar construidos con ladrillo unido con argamasa, donde las paredes internas suelen estar recubiertas de una mezcla de cal, arena, óxido de hierro, arcilla roja y resina de lentisco, para impedir filtraciones y la putrefacción del agua que contienen.

Durante siglos era la única fuente de agua potable para El Albayzín y en la Granada andalusí se convertiría en la única forma de abastecer un barrio entero, que en el caso de El Albayzín constituía su núcleo de población más importante, como sucedió en la época musulmana en el histórico barrio del Albayzín de Granada; construcciones que hasta hace unos años aún seguían en uso.


Fuente de Aynadamar, donde arrancaba el agua de la acequia de Aynadamar,
que aportaba el agua a los 26 aljibes del barrio de El Albayzín,
a 11 kilómetros, desde el pueblo de Alfacar.
La acequia de Aynadamar (término que viene del árabe عين الدمعة "Saqiyat ayn ad-dama'a" y está compuesta por عين ʿayn ("ojo" y, por extensión, "manantial" o "fuente") y دمعة "damaʿa" ("lágrimas") aportaba el agua a los 26 aljibes de El Albayzín.

El aljibe de San Miguel recibía el agua del aporte de agua al aljibe del Rey, de donde surgían dos ramales de la acequia de Aynadamar:

El primer ramal aportaba sus aguas en el aljibe de San Miguel Bajo y en el aljibe de Oidores.

El segundo ramal pasaba por el aljibe del Zenete, el aljibe de San José y terminaba en la Placeta de Pomar.

Este aljibe de san Miguel bajo se describe de manera breve en el Plano Guía del Albayzín Andalusí, publicado en 1995 por El Legado Andalusí y escrito por Antonio Almagro, Antonio Orihuela y Carlos Sánchez, con esta descripción:

Fotografía del estado actual de la plaza de San Miguel bajo,
donde la cruz del Cristo está ubicado en el extremo opuesto
que antes ocupaba, con la fachada oeste de iglesia
de San Miguel y el aljibe a su izquierda.
Como la mayoría de los aljibes del Albayzín recibía el suministro de la Acequia de Aynadamar (Saqiyat `Ayn al-Dama`), que conducía el agua desde la Fuente Grande, situada en Alfacar a unos 10 km. de Granada.

Este aljibe debió pertenecer a una antigua mezquita que fue derribada en 1528 para construir la Iglesia de San Miguel Bajo.

Tiene una capacidad de 90 m3 y consta de una especie de callejón de directriz quebrada cubierto con bóveda de medio cañón y una amplia sala con pilar central, que se cubre mediante cuatro bóvedas de medio cañón.

La portada exterior tiene arco apuntado de herradura enmarcado por alfiz que se sustenta en dos columnas romanas reutilizadas.

Su construcción ha sido atribuida al siglo XIII.

 
Alzados de la planta exterior e interior del aljibe de san Miguel bajo.
El aljibe de la antigua mezquita de san Miguel bajo, dispone de una cisterna con capacidad para almacenar 90 metros cúbicos de agua, data del siglo XIII, al comienzo de la dinastía nazarí, posee una portada de ladrillo visto y un arco de herradura muy apuntado que descansa sobre columnas de piedra reutilizadas de origen romano.

Un arco rodea y corona la portada con la finalidad de evitar que el peso de la fachada de la iglesia caiga sobre el mismo. Su composición arquitectónica, que incluye dos pilastras romanas, lo convierte en uno de los aljibes mejor estudiados. 

Seccion B del aljibe de san Miguel bajo.
El interior del aljibe, está cubierto su suelo con baldosas de barro cocido de tres tipos, presenta dos zonas distintas con unas medidas de 4,84 y 5,53 metros, siendo su altura de la cisterna y pasadizo de 2,99 metros:



Secciones A y C del aljibe de San Miguel bajo.


Fotografía del primer tramo de la bóveda del aljibe de San Miguel bajo.
1 -  Una zona forma un callejón de directriz quebrada de 4,84 metros de longitud cubierto por tres bóvedas (una de medio cañón, la segunda de cuarto de cañón, y la tercera esquifada en uno de sus testeros) de ladrillos que aún conservan el enlucimiento y que en uno de los trechos de la cubierta cuenta con un agujero redondo para sacar agua desde el interior de la iglesia.

Fotografía del segundo tramo de la bóveda del aljibe de San Miguel bajo.
2 - La otra zona es una sala casi rectangular (5,53 metros de lado) que cuenta en el centro con un pilar rectangular, y esta zona está cubierta por cuatro bóvedas de medio cañón que se cortan entre sí en las diagonales, también de ladrillo enlucido y solerías de barro cocido, y cuya boca lo forma un arco escarzado.

Columna central de la cisterna del aljibe de San Miguel bajo.
En el interior del templo, bajo la segunda capilla del lado izquierdo, que antiguamente estaba dedicada al Cristo de la Paciencia, y en la actualidad lo está al Cristo de la Veracruz, donde hay un Cristo nazareno con el que la Hermandad realizaba sus Vía Crucis cuaresmales hace años, es más elevada al alzarse sobre el antiguo aljibe y, en esta capilla, se evidencia la parte superior de una bóveda del aljibe de San Miguel.

La bóveda del Aljibe de San Miguel Bajo que penetra
dentro de la Iglesia en una de sus capillas laterales.
Bruno Alcaraz Masáts.

sábado, 1 de febrero de 2014

El Guardián de San Francisco
(Tradición granadina)

Convento de Santa Cruz, iglesia Santo Domingo o de Santa Escolástica.
En la sacristía del convento de Santa Cruz de Granada, hoy parroquial de Santa Escolástica, veíase hace algunos años (no sé si existirá a esta fecha) un lienzo ya bastante oscuro y deteriorado, pero que a pesar de todo dejaba adivinar la destreza del pincel que lo creó, encerrado en una de esas molduras doradas y sobrecargadas de adornos de pésimo gusto que tanto abundan en el interior de los templos.

Aquel cuadro, como otros muchos de los que pasan desapercibidos ante los ojos del viajero que visita los monumentos granadinos, tiene su historia particular. Representa un anciano religioso de la orden de San Francisco, de ojos hundidos, pómulos salientes, nariz aguileña y demacrado semblante.

Es pura y simplemente un retrato; pero hay tal dulzura en sus labios descoloridos, tal humildad en sus ojos y tal misticismo en todo su conjunto, que muchos han creído ver en él una efigie del santo fundador de aquella orden, a quien el artista, por uno de tantos caprichos, hubiese suprimido las manchas  sangrientas en el costado y en las manos que sirven de distintivo a San Francisco de Asís. Sin embargo, no es su imagen la que está representada en aquel lienzo; es la de uno de sus prosélitos, digno émulo de su maestro.

Imagen de Santa Escolástica.
He aquí su historia.

En la estrecha y desigual plazuela que media entre la llamada del Realejo y las tapias que rodeaban el compas del convento de Santa Cruz, había por los años 1708 a 1710 una casa de gran apariencia, perteneciente a don Guillen de Acuña, anciano caballero que había ocupado uno de los mejores puestos en la corte del rey don Carlos II; pero a la muerte de aquel débil monarca, no quiso mostrarse partidario del duque de Anjou, y unido esto a encontrarse cansado de las intrigas palaciegas, retirose a Granada, su patria, para dedicarse por completo a la educación de su hijo único, y por lo tanto heredero de su ilustre nombre y su pingüe fortuna.

Pero al cabo de algunos años pudo convencerse el bueno de don Guillen de que había perdido lastimosamente el tiempo; pues en la época a que nos referimos, el joven don Andrés de Acuña, que era ya un apuesto mancebo, bien por efecto de su natural carácter, bien porque la misma educación recibida hubiese halagado su vanidad y amor propio, era uno de los jóvenes mas desenfrenados de la ciudad, habiendo ya creado fama con sus continuas pendencias y locuras.


Débil el padre para contenerle, satisfacía todos los caprichos del hijo sin atreverse a sostener con él una polémica seria; contentándose con gruñir (o este cuadro, según se nos ha informado, se hallaba en la iglesia del convento de San Francisco, pasando al lugar que hemos indicado, al ser demolido aquel templo de Santa Escolástica) entre dientes cada vez que pagaba una nueva deuda contraída por aquel o que llegaba a sus oídos la noticia de otra hazaña; en tales términos, que raro era el día que no tenía don Guillen algún entuerto que enderezar ó algún agravio que desfacer.

Mientras tanto don Andrés continuaba su vida de disipación y crápula, gastando el oro a manos llenas en orgías y bacanales con otros jóvenes tan libertinos y procaces como él, sacando la tizona a cada momento por un quítame allá esas pajas, y teniendo, como quien dice, en un puño a todo bicho viviente.

Pero como al fin y a la postre no hay persona que no dé con la horma de su zapato, he aquí que también nuestro héroe dio con la suya cuando menos se figuraba.

En la calle de Elvira, muy cerca del pilar del Toro, habitaba una joven viuda de hermoso rostro y gallarda presencia, y hubo de prendarse de ella don Andrés y pasear su calle, sin considerar que aquella dama tenía un amante a quien no había de gustar ver moros en la costa. Resultó, pues, lo que era consiguiente; riñeron ambos rivales delante de la casa de la bella, y con tan negra fortuna aquella vez para nuestro joven, que cayó al suelo mortalmente herido y fue conducido a su casa sin esperanzas de vida.


Don Guillen rabió, se mesó los cabellos, puso en juego cuantos medios le sugirió su mente para castigar al agresor; pero todo fue inútil. El rival de don Andrés, que se llamaba don Juan de Maldonado, estaba agarrado a buenas aldabas, como que era nada menos que primo del alcalde de casa y corte; y como además de esto, nadie sentía el percance ocurrido porque no había quien no tuviese motivos para profesar a nuestro galán odio y mala voluntad, se echó tierra sobre el asunto y todo el mundo quedó tranquilo, esperando que aquella herida sirviese a don Andrés de pasaporte para el otro barrio.

Pero contra todas las esperanzas, el joven no murió de aquella hecha; y aunque lenta y penosa su curación, pudo al fin ponerse de pie y prepararse para nuevas aventuras.

Entonces empezaron de nuevo los temores, y todos compadecieron a Maldonado, porque recelaban que tarde ó temprano sabría don Andrés cobrarse en la misma moneda. Pero aquel no echó el aviso en saco roto, y se preparó para el caso de un nuevo ataque, haciéndose guardar las espaldas cuando iba a ver a su dama.


Por su parte don Andrés no olvidaba el agravio, y esperaba con ansia el momento de vengarse; pero unas veces las prescripciones del médico, otras los ruegos de su padre, le retuvieron encerrado en la casa más tiempo del que el fogoso doncel podía soportar.

Por fin, una noche, encontrándose bastante firme y ardiendo en vengativos deseos, sobornó a un criado para que le entregara la llave de la puerta, y armándose de su tizona se lanzó a la calle, cerca de la una de la madrugada.

Atravesó con paso ligero la plaza del Realejo y la calle de Santa Escolástica; pero al pasar frente al convento de San Francisco, vio destacarse con paso lento y silencioso una sombra del pórtico de la iglesia y dirigirse al centro de la calle, como cortándole el camino. Ya hemos dicho que nuestro joven no era cobarde; así es que echó mano al puño de su espada para abrirse paso; pero la sombra siguió impertérrita, y entonces el aterrado mancebo observó que era un fraile franciscano, cuyos ojos despedían en la oscuridad un brillo vago y fosforescente.

Sintióse acometido de un terror hasta entonces desconocido, y haciendo la señal de la cruz emprendió la fuga lleno de pavor, sin atreverse a mirar atrás, y no paró hasta verse dentro de su casa y encerrado en su cuarto.


Pero una vez allí y recobrada la calma, entró de nuevo en él la reflexión. ¿No podría ser aquello un ardid para probar su valor? ¿Qué se diría al día siguiente, cuando se supiera que don Andrés de Acuña había huido de una sola persona? Pensó además en la dama de la calle de Elvira, que estaría a aquellas horas conversando con su amante; pensó en el grave peligro que había corrido por culpa de éste y no pensó más. Bajó precipitadamente la escalera, cruzó el patio y el portal, y abrió Don Andrés sintió erizársele el cabello y helársele la sangre en las venas. En la plazuela y a muy corta distancia, vio al mismo fraile de paso lento y ojos fulgurantes que avanzaba, avanzaba sin cesar hacia él.

Cerró la puerta lleno de espanto, y subiendo como un loco a su cuarto, se dejó caer en un sillón.

¿Quién podía ser aquel fatídico monje que le perseguía? ¿Qué quería de él? Otra vez entró la reflexión en su ánimo. ¿Aquello debía ser un disfraz: tal vez era algún conocido, algún amigo que se burlaría de él al día siguiente y cómo escucharía aquellas burlas sin correrse de vergüenza?

Era preciso saber quién era el fraile; era preciso salir de nuevo a la callé.


Don Andrés se levantó, abrió la puerta de su cuarto y dio unos cuantos pasos. Pero al mirar a1 fondo del corredor, vio bellísima sombra, callada, tétrica, silenciosa, que avanzaba sin hacer el menor ruido, sin mover un solo pliegue de su habito.

El joven no pudo soportar aquella tercera visión; dio un grito agudo y cayó sin sentido en el pavimento.

Cuando tornó en si cuerdo, era completamente decidido. Se hallaba en su lecho y rodeado de varios amigos.

    Bien te lo indicamos ayer. le dijo uno; todavía no estás bastante firme para salir a la calle; así que a la mitad del corredor te faltaron las fuerzas y caíste desmayado.

    Y ha sido un caso providencial, añadió otro; no sé cómo se enteró Maldonado de que anoche pensabas ir en su busca, y te tenia dispuesta una celada. ¡¡¡Cuatro hombres te esperaban en la plaza Nueva para asesinarte a traición!!!


Don Andrés escuchaba todo esto atónito y sin pronunciar una sola palabra.

Sus amigos le creyeron como todavía preso de la fiebre; pero muy pronto vieron que sus ojos se  cerraban, sus labios se llovían como murmujeando una plegaria y de sus parpados corrían lagrimas abundantes.

También pudieron entonces observar un fenómeno muy extraño: en su frente, antes tersa y juvenil, se señalaban algunas arrugas prematuras, y en su cabellera negra y lustrosa, blanqueaban algunas hebras de plata.

Un mes después de aquella noche terrible, tomaba don Andrés de Acuña el hábito en el convento de San Francisco; y fue tan ejemplar su vida, que pasó a ser guardián, falleciendo en la mejor opinión a mediados del siglo.

Este es el personaje que representa el retrato que hemos mencionado. En cuanto al suceso que motiva esta historia, no respondemos de su veracidad. ¿Seria efectivamente un aviso del cielo que evitó a don Andrés de Acuña ser asesinado, abriéndole al mismo tiempo el camino de su salvación, o tal vez que todo fue resultado de un acceso febril?


Sea como fuera, yo me limito a contarlo tal como lo refiere la tradición.

Leyenda recogida en 1901 por Salvador Pérez Montoto.

Bruno Alcaraz Masáts